Un periodista en el Concilio


26 de noviembre de 1962


UNA MAÑANA DENTRO DEL AULA CONCILIAR

"Querido Juan: He recibido tu carta y créeme que te entiendo perfectamente. Estás siguiendo las crónicas del Concilio, que publico cada mañana en "La Gaceta", y resulta que en todas hablo de los gordos problemas que en el Aula se discuten. Pero tú eres hombre curioso y te gustan más los pequeños detalles que los grandes problemas. Y no acabas de entender muy bien esto. "A mí lo que me gustaría -dices- es poder estar dentro de una sesión. Ver cómo son las cosas; dónde se sienta cada uno; estar allí, aunque no entendiera nada. Creo que las caras de los obispos me dirían mucho más que todos los discursos del mundo."

¡Pues sí que no pides tú nada: ni más ni menos que estar en una sesión conciliar! Aunque..., ¿y si lo intentásemos? De los valientes es el reino de los cielos. ¿Qué tal si nos animamos a ir esta mañana? Yo buscaré un obispo benévolo que nos nombre secretarios suyos por unas cuantas horas. Lo demás lo harán un poco de cara dura y otro poco de suerte. Hasta las nueve, pues.


LOS OBISPOS TOMAN EL SOL

Son las nueve menos cuarto cuando tú y yo nos hemos encontrado en la plaza de San Pedro. Hace un sol muy rico y un vientecillo bastante menos sabroso. Pero, al parecer, alguien ha madrugado más que nosotros: un buen grupo de obispos toma el sol ante la fachada de la basílica. Se frotan las manos y golpean los pies contra el suelo. Todos ríen.

Llegan varios autobuses y descienden de ellos obispos, como colegiales. Los más traen una dulleta negra sobre los capisayos. Otros vienen a cuerpo, con la sotana morada, el largo roquete blanco y el corto capisayo, que no llega a cubrir el roquete. Alguno trae una bufanda blanca -o de color- anudada al cuello. Hace fresco. pero al sol se está bien, y los obispos consumen en corrillos los minutos que faltan.

Pero tú y yo nos acercamos al arco de las campanas, donde hemos quedado con el arzobispo que nos hará de introductor. Comienzan a pasar los largos coches de los cardenales. Alfrink, Valeri, Caggiano... Los guardias suizos de la puerta dan un sonoro taconazo a cada cardenal que pasa.

Son las nueve menos cinco. He comenzado a ponerme nervioso. ¿Y si "nuestro" arzobispo hubiera pasado ya y estuviese dentro? No sería imposible "colarnos", pero la dificultad se multiplicaría.

No, helo aquí. Viene en un pequeño "seiscientos". "Subid." Pasamos bajo el arco de las campanas, con el consiguiente taconazo de los guardias, y bordeamos la basílica. "Entraréis sin dificultad", nos dice el arzobispo. "Nunca ponen pegas." Y nos da sus cartapacios, como si él no pudiera con el peso. Se ve que no le pone nervioso esta pequeña complicidad. Sabe que seremos buenos chicos. Ahora solo hace falta un poco de sangre fría. En el Vaticano hay recetas infalibles: llevar algo bajo el brazo -algo, la que sea-, y entrar con mucha decisión, sin vacilar nunca, sonriendo a los guardias como si fuesen conocidos de siempre.

Ya estamos en la puerta que da al crucero. Dos guardias a la entrada. Desciende el señor arzobispo. Tú, Juan, y yo, detrás. Saludamos, sonrientes, a los guardias y seguimos al prelado muy tranquilos. Una puerta pasada. ¿Habrá suerte en la otra? Hay otros dos guardias. Uno tiene cara de malas pulgas. Ahora hay que hablar con el arzobispo, que vean que venimos con él. Ya estamos en la puerta. Pasa el señor arzobispo, entramos tras él como si tal cosa, siempre muy sonrientes, siempre muy naturales. Y... ya está. ¿Ves qué fácil?

La basílica está llena de obispos. Han puesto la capilla del Santísimo en el brazo izquierdo del crucero y hay ante él unos cincuenta prelados rezando. Otros..., sí, sí: están confesándose. ¿Nunca habías visto confesarse a un obispo? Hay varios haciendo "cola" en los confesionarios de sus lenguas nacionales. Sí, también los obispos se confiesan. ¿Quién no tiene que purificarse? Otros rezan el breviario, paseándose por las naves laterales, tapizadas de gris, en la espalda del Aula conciliar.

Y ahora, al Aula. Nadie en la puerta que conduce a los estrados de los obispos. Entramos en la escalerilla, en un como túnel de damasco rojo. Rojas las escaleras, rojo el techo, rojas las paredes. Otra puerta. Ya estamos en el Aula.

en el Aula¿Qué te parece el espectáculo? Está ya lleno de obispos. Hay un movimiento parecido al de un teatro poco antes de comenzar una sesión. Los obispos charlan entre sí, se quitan las dulletas negras, colocan sus carteras bajo los asientos, algunos terminan de rezar su breviario. Charlan con naturalidad, sin nada forzado. La basílica tiene en este momento mucho más de sala de reuniones que de iglesia. Los grandes damascos rojos, los tapices dorados de Rafael, el blanco mármol de las columnas, el verde de los asientos es una maravilla de color, Entre los morados de los obispos hay unas manchas negras -las túnicas de los orientales-, blancas -las sotanas de los abades y los obispos dominicos-, grises -los hábitos de los prelados carmelitas.

Estamos situados al fondo de la tribuna de los arzobispos, en la parte delantera izquierda del Aula conciliar. A nuestra izquierda vamos la mesa de la presidencia. Sóla hay en ella nueve cardenales. La tercera silla de la izquierda está vacía. Es la que corresponde al cardenal Pla y Deniel.

A la izquierda de la presidencia están ya los cinco subsecretarios. Monseñor Felici da las últimas órdenes. Monseñor Morcillo charla con monseñor Nabaa. Tras la mesa de la secretaría, la de los taquígrafos. Un grupo de jóvenes sacerdotes rodea la amplia mesa. Enfrente de nosotros, toda la banda derecha del Aula conciliar. En primer término, la tribuna de los observadores, bajo la cúpula, mirando hacia el Aula. Allí distingo el traje azul del Pastor Cullman y las túnicas negras de los ortodoxos, A su lado, varios sacerdotes, los traductores. Inmediatamente delante de ellos, la estatua de San Pedro, en bronce negro, revestida con una gran capa roja y dorada. La tiara sobre su cabeza, Ante la estatua, dos guardias suizos. Algunos obispos posan ante ella para la "foto" del recuerdo. "Que salgan los suizos, que son muy decorativos."

A mi izquierda queda la tribuna de los cardenales. Inconfundible el rostro negro del cardenal Rugamwa. Entran en este momento los últimos arzobispos en nuestra tribuna. Inmediatamente delante de nosotros el de Pamplona. Un poco a la derecha, dos jovencísimos arzobispos negros.


EL AULA SE TRANSFORMA

misa en el Aula Son las nueve y dos minutos. Ha sonado un juego de campanillas y parece como si, de golpe, toda el Aula se transformase. Se hace un silencio repentino, como movido por un resorte. Oigo, nítida, la voz de monseñor Felici, que dice en latín: "Comienza la misa, celebrada por monseñor Leonardo Rodríguez Ballón, obispo de Arequipa, en el Perú". No ha pasado medio minuto, y el obispo de Arequipa está ya en el altar. Es un altar muy sencillo: una simple mesa, con una hermosa cruz y seis candeleros de una sola vela.

Se oye, perfectamente, la voz del prelado que dice la misa, con una pronunciación del latín netamente hispánica. Toda la sala responde a una sola voz, con una casi inexplicable precisión. Los obispos tienen el bonete en la mano y el solideo en la cabeza. El diálogo entre Padres y celebrante se sucede como en una auténtica conversación. Veo que responden todos. Todos..., menos alguno que reza los últimos salmos de su breviario. Impresiona oír a estos dos mil obispos contestando a una sola voz. En vez del "Dominus vobiscum", el celebrante dice "Pax vobis", y todos contestan: "Et cum spiritu tuo". No logro distinguir si contestan los observadores.

En la epístola se sientan todos los Padres. El celebrante la lee muy despacio, marcando mucho el sentido, de modo que es facilísimo traducir. Los altavoces funcionan de maravilla. Llega en este momento un obispo que parece haberse equivocado de tribuna. Pregunta si está ocupado un sitio que hay vacío. Le dicen que sí, pero que se siente mientras llega su ocupante. Se lo dicen en latín. Es hispanoamericano y el que se lo dice, también. Sonríen, al ver que no hacía falta hablar en latín. Todos los Padres se arrodillan para rezar la oración al Espíritu Santo.

Son las nueve y diez. Los obispos se ponen en pie para oír la lectura del Evangelio, bonete en mano También los observadores se han puesto en pie. La voz del celebrante vuelve a oirse clarísima. ¿Qué pensarán los observadores al oír este Evangelio, que también es suyo, leído ante dos mil obispos, que lo oyen, reverentes, en pie? Ya nadie reza el breviario. Los obispos, que ya han dicho su misa, oyen ahora ésta devotamente. Puedo certificar que no he visto a nadie distraído, mirando hacia el techo o charlando con el vecino.

No hay credo en la misa de hoy. Lo siento. Me hubiera apetecido oírselo rezar a todos juntos. Se han sentado. Una pequeña "schola" canta un motete latino. Sólo once cantores, en pie, muy cerca del altar. Ayudan a misa cinco monseñores, con sotaras moradas y roquetes blancos.

En la sala hay algunos asientos vacíos. Unos cincuenta, calculo. Hay bastantes toses, suaves, envejecidas, contenidas. Veo que un obispo llama a su secretario. Este le da algo. ¿Una pastilla para la tos? Sí, debe ser eso. Veo al obispo llevársela a la boca. Hay -no me había fijado hasta ahora- un teléfono negro muy cerca de mí, al fondo de la tribuna. Hay uno en cada compartimiento de sesenta asientos. Hay también un micrófono en uno de los asientos de la primera fila. La silla correspondiente al micrófono está vacía. Y también la vecina a ésta, El orador y el que espera la palabra las ocuparán durante las discusiones. "Tiene la palabra el reverendo Tal. Acérquese al micrófono el reverendo Cual", dirá el presidente. También veo enfrente de mi una cabina con un operador. ¿El encargado de las grabaciones magnetofónicas? ¿El circuito cerrado de televisión a través del cual sigue el Papa las sesiones?

Los obispos contestan en pie al "Sanctus". Se quitan el bonete y solideo. Hacen un gran ruido al levantar los asientos para arrodillarse. Los nueve cardenales de la mesa de presidencia se arrodillan, apoyándose en la misma mesa presidencial. Los observadores siguen todos de pie, menos uno, oriental. No veo a los monjes de Taizé, que suelen arrodillarse; deben estar en la tribuna, a mi izquierda, que yo no veo. La "schola" canta otro motete: "Oh salutaris hostia". Llega el obispo al sitio ocupado por el hispanoamericano. Este se levanta. El recién llegado trata de convencerle para que siga donde estaba. Al fin ocupa su sitio y el hispanoamericano se arrodilla a nuestro lado, al fondo de la tribuna.


¿SE ARRODILLARAN LOS OBSERVADORES?

Estamos llegando a la consagración. Los dos guardias suizos se han arrodillado. El micrófono del altar está tan bien instalado que suena la hoja del misal al pasarla. Se oye la campanilla de la consagración ¿Se arrodillarán los observadores?

Se ha hecho un profundísimo silencio. Han desaparecido todas las toses. Arrodillado, no veo el altar. Oigo la campanilla. Y, cerrados los ojos, me imagino la genuflexión del sacerdote, la hostia que se levanta en el centro del Aula conciliar, el Cristo real y verdadero hacia el que vuelven sus ojos todos los obispos, toda la Iglesia resumida en ellos. Hay algunas toses reprimidas. Ahora el celebrante estará inclinado sobre el cáliz. ¿Se habrán arrodillado los observadores? Me gustaría levantarme para comprobarlo. Pero permanezco de rodillas. Vuelve a sonar la campanilla que anuncia la genuflexión del sacerdote en un sonido de esquilas suave, tintineante. Veo en mi imaginación el cáliz, con lasangre de Cristo levantándoll. ¿Se habrán arrodillado los observadores? Debo levantarme de prisa para comprobarlo, antes de que éstos se levanten, si se han arrodillado. Lo hago, mientras suenan aún las campanillas que anuncian la última genuflexión del sacerdote. Sólo hay dos arrodillados. Los demás tienen inclinada la cabeza. Ya se están levantando los obispos. Y se oyen las toses, reprimidas en estos minutos. Son las nueve y veintidós. La "schola" canta otro motete.


UN OBISPO FOTOGRAFO

Los obispos rezan con naturalidad; no veo rostros místicos ni distraídos. Bien, seamos sinceros del todo. No muy lejos de mí hay un obispo que saca tres "fotos". Un recuerdo para cuando se vuelva a su diócesis. Tiene cara de norteamericano. Los dos arzobispos negros, a mi derecha, se esfuerzan por contener la risa.

Son las nueve y treinta y un minutos. La bendición. Todos los obispos se santiguan al recibirla. Alguien sube a la tribuna que hay sobre nosotros: en ella están los peritos. Al hacerlo, todas las escaleras de madera resuenan. Se oye de nuevo la campanilla. Unos segundos de descanso.

Veo a varios fotógrafos disparando sus máquinas por los escaños. Luego reparten su tarjeta para que los fotografiados puedan ir a recoger este recuerdo. Son tarjetas de Giordani, uno de los fotógrafos pontificios. Hay movimiento en los escaños. Todos sacan sus esquemas; alguno unos folios a máquina, que comenta con su vecino. Un obispo hispanoamericano habla delante de mí con el arzobispo de Pamplona: "Hay que evangelizar de nuevo Hispanoamérica -le dice-. Es la esperanza de la Humanidad". Debe de estar pidiéndole sacerdotes. Unos jóvenes clérigos recorren los escaños repartiendo algo. Sí, unas fichas para la votación que, sin duda, va a tener lugar luego.

Una voz, a través del micrófono, entona -no demasiado entonado- el Credo. Me alegro. Me ilusionaba oír esta solemne profesión de fe hecha solemnemente por todo el Episcopado. Les ha debido coger de sorpresa. Tardan unos segundos en entonarse. Ya está, sí. Una sola voz canta la unidad de todos en la fe. La fe en Cristo, la fe en la Iglesia, la fe en la comunión de los santos. El canto resuena en las bóvedas, que devuelven la voz multiplicada. Impresiona.

Han quitado del altar la cruz y cuatro de los candeleros. En el centro han puesto un pequeño trono. Todos nos arrodillamos al "et incarnatus". Me distraigo un momento y, al volver mi vista al altar, ya han puesto sobre el pequeño trono el libro de los Evangelios. Son las nueve y cuarenta y tres minutos. El Evangelio ha ocupado su sitio: un trono, y un trono rodeado por toda la Iglesia, que lo entroniza a diario en su corazón.

Descalzo en el Aula Se oye la voz de monseñor Felici. "Exeant omnes", dice. Esto es para ti, Juan, y... para mí. Hay que salir. Lo que viene ahora está protegido por el más solemne de los secretos.

¿Y si nos quedáramos? En verdad, no sería demasiado difícil. La vigilancia es bien poca. Y aquí, entre los obispos, se nos distinguiría; pero en la tribuna de los peritos... La verdad es que el control es muy ligerillo. Claro que... llamaría la atención tu traje de paisano. Podríamos irnos entonces a la tribuna de los observadores. Bastaría con que tú pusieras cara de protestante.

Pero no, seamos buenos chicos, Nos han dicho que salgamos y vamos a obedecer, aunque nos quedemos con las ganas de ver todo lo demás. Ya hemos tenido bastante con la alegría de aprender esta lección de la sencilla piedad de los obispos, de esta fe cantada al unísono.

Cuando la puerta se cierra sobre nuestras espaldas, oímos la voz de monseñor Felici. La sesión ha comenzado. Son las nueve y cuarenta y cinco. Fuera hace sol.


"PATALETA" DE "LOS BUENOS"

Hace unos días venimos registrando uno de los más curiosos fenómenos que uno podía imaginarse: la preocupación en los ambientes conservadores por el Concilio. Y casi más que preocupación habría que decir miedo. La Iglesia empieza a resultarles demasiado revolucionaria y están dispuestos a seguirla defendiendo aún contra ella misma. He llegado incluso a leer esta frase: "El Concilio, enfermedad de la Iglesia".

Por lo visto, la retirada del esquema de la Revelación les ha parecido poco menos que un ataque a la ortodoxia y van a constituirse en superteólogos. Sólo que a veces enseñan demasiado la oreja.

En los últimos días hay varios hechos que merecen señalarse: los artículos de Montanelli, en "Il Corriere de la Sera", el último número de "Il Borghese", los despachos habituales de la agencia A S. S. I., las insinuacioncillas que "dejan escapar" "Il Tempo" o "La Nazione".

La agencia A. S. S. I. -superortodoxísima, ¿cómo no?- da una versión verdaderamente curiosa de los Padres conciliares que se inclinan hacia posturas avanzadas: se ha dedicado a compadecerles: los pobres, en contacto con las herejías, el paganismo de sus países, en su afán por llegar a las ovejas descarriadas, hacen más concesiones de las que ellos mismos quisieran.

"Il Tempo", el otro día -como quien no dice nada-, atribuía al cardenal Lienart el deseo de revisar el dogma de la infalibilidad, para recortarlo un poquito.

"Il Borghese"..., ¿qué decir del inefable "Il Borghese"? Está desatado. El otro día llegaba a llamar a Juan XXIII "Poncio Pilato", que se lava las manos ante el dolor de la Iglesia del Silencio. Y esta semana ha publicado una separata de ocho páginas bajo el título de "El Concilio de la nueva ola", en el que los disparates se suceden unos a otros. Basten un par de ellos: "Pocas semanas de debate sobre liturgia y fuentes de Revelación han bastado a los Padres conciliares para demoler algunos artículos de fe... El 20 de noviembre, una votación sobre el esquema Ottaviani ha demostrado que la gran mayoría de los Padres conciliares era favorable a las tesis progresistas, es decir, a las tesis de cuantos están dispuestos a poner en discusión buena parte de las definiciones y aún de los dogmas de la Iglesia católica, para "no comprometer" el coloquio con los hermanos separados". O éste, en el número de la semana pasada: "Esto no sirve sino para demostrar que, en el interior del Concilio se sientan en hábito talar muchos activistas marxistas. El cardenal Ottaviani habló un día, a propósito de seglares, del peligro representado por los "comunistillas de sacristía". Pero, evidentemente, hoy, de la sacristía los "comunistillas" han pasado ya a la basílica".

¡Y que esta revista se cite -y con frecuencia- como poco menos que dogma en muchos ambientes informativos españoles! Porque "Il Borghese", naturalmente, se siente muy católico. Sólo trata de salvar a la Iglesia de sus "desviaciones". Es un curioso ejemplo de adónde pueden conducir ciertas posturas "fielmente" conservadoras. Merece meditarse.

Pero aún han hecho más ruido los artículos de Montanelli en "Il Corriere de la Sera", por venir de una firma conocidísima y por haber sido publicados en uno de los más importantes periódicos de Italia. Han sido tres artículos, que una extraña mezcla de buena y mala información, de buenas formas y malas intenciones, hacían peligrosísimos. He aquí el gran titular, a seis columnas, del primero de los artículos: "Restituyendo la libertad al Episcopado, el Papa ha renunciado al absolutismo. Juan XXIII no se ve a sí mismo como un ser sobrehumano y se da cuenta de que el privilegio de la infalibilidad representa uno de los grandes obstáculos a la reunión de las Iglesias. Por eso ha querido implícitamente restituir a los obispos su plena responsabilidad de decisión"'. La mezcla es habilísima: ¿Qué tiene que ver el absolutismo con la infalibilidad? ¿Qué tiene que ver la infalibilidad con la plena decisión de los obispos? ¿Y es que acaso el Papa podría renunciar a la infalibilidad porque ésta fuera un obstáculo para la unión?

Este de los separados es un "leitmotiv" del mundo conservador italiano. Para ellos, cuando un obispo defiende una postura que no les gusta, es que hace "concesiones" a los separados. Cuando no se llega a acusar de modernismo a quienes no piensan como ellos. Así, Montanelli, como quien no dice nada, escribe que el "clero bergamasco, del cual proviene el Papa Roncalli, nunca ha amado demasiado a Roma y ha permanecido tocado de modernismo. No intentamos con esto decir que el Papa sea un modernista o tenga esas tendencias .. Aunque acaso el joven Roncalli respirase un poco estas tendencias".

Otros ataques van contra los cardenales de opiniones más abiertas. Del cardenal Bea escribe que "goza en el Vaticano de una posición particular, por haber sido confesor de Pío XII. Pero en el pasado de Bea había, sin embargo, algo que habría debido provocar dudas". Este terrible delito es haber sido rector del Instituto Bíblico, Instituto que defiende tendencias peligrosísimas..., según las expone Montanelli con una ignorancia supina.

No se escapan sin críticas el cardenal Alfrink, que "no se preocupa ni siquiera de esconder bajo disfraces teológicos sus actitudes antirromanas"; ni el cardenal Tisserant, "abanderado de la coalición franco-alemana", coalición -según Montanelli- también antirromana.

He querido recoger toda esta cadena de tristezas, porque me parece algo completamente nuevo. Estábamos habituados a los ataques comunistas, pero estas "pataletas" de "los buenos" no las conocíamos. Y viene bien recordar que, si "hay un peligro a la izquierda", hay también "otro peligro a la derecha". Y no siempre los mejores obedientes son los que hasta ayer se pasaron la vida pidiendo obediencia a los demás.

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