Un periodista en el Concilio


15 de noviembre de 1962


¿POR QUE ESTAN DIVIDIDOS LOS PADRES CONCILIARES?

Hoy, jueves, día sin sesión conciliar, será para todos una buena oportunidad para meditar sobre los sucesos de ayer. Porque quitarles importancia sería de ingenuos, y tratar de ocultarlos, de hombres de poca fe. Entremos directamente al problema: ¿por qué están divididos?

Me parece que no habrá mejor planteamiento que repetir el párrafo del cardenal Bea, que hace días copié en este diario:

"No se comprende corrientemente el hecho de que la más completa adhesión al magisterio de la Iglesia no excluya la libertad de opinión en tantas cosas que no han sido todavía aclaradas y definidas."

Es decir: en la Iglesia católica es perfectamente distinguible aquello que exige una absoluta adhesión intelectual y cordial, de todo aquello ante lo cual el católico es libre en su opinión y en su discusión, mientras el magisterio infalible no ha tomado una postura. Aquel pensar acorde en lo fundamental es lo que crea la unidad de la Iglesia, este pensar libre en lo accidental es lo que crea la multiformidad de posibles tendencias dentro del catolicismo.

¿Hay, pues, tendencias entre los católicos? ¡Y quién lo ignora! ¡Tantas como modos de ser! ¡Quizá tantas como católicos! ¿Y quién ha dicho que la multiformidad dañe a la unidad? ¿No será la uniformidad quien, alejando de la unidad viva, conduce al monolitismo? La Iglesia es un cuerpo vivo, no una piedra; nuestra unión la crea la sangre caliente, no el peso o la inercia.

Pero quizá todas las tendencias puedan reducirse a dos. A las dos líneas que comenzaron a dibujarse en el esquema de liturgia, a las dos corrientes que ayer se dibujaron con nitidez de bisturí. Dos corrientes que los políticos llamarían derechas e izquierdas. Dos corrientes que los sociólogos llamarían conformismo y anticonformismo. Dos corrientes que un católico no puede reducir al simplismo de uno de esos nombres, pero que pueden aproximadamente dibujarse. Porque son viejas; en todos los rincones de la historia de la Iglesia las encontramos.

Sí, siempre ha habido, dentro de la misma fe, quienes han preferido acentuar las notas de la tradición y quienes han luchado por abrir los caminos de la innovación; quienes se han sentido especialmente preocupados por la exactitud de la doctrina, y quienes han dado su vida por las aplicaciones en lo pastoral; quienes han preferido acentuar en el cristianismo los aspectos intelectuales, y quienes vibran más ante sus ángulos vitales.

Estas dos tendencias viven hoy en la Iglesia y ambas son afortunadamente necesarias, como son necesarios en un coche el freno y el acelerador. Un coche con acelerador y sin freno se estrellaría. Un coche con freno y sin acelerador no avanzaría. Freno y acelerador deben convivir juntos; ambos son imprescindibles, aunque a veces resulte difícil decidir si hay que acelerar o hay que seguir frenando.

A derecha e izquierda quedan siempre los extremos: los que canonizan el freno y excomulgan al acelerador. Es decir, los integristas. Y los que, enloquecidos de entusiasmo por el acelerador, se enfurecen con el freno. Es decir: los progresistas. En medio, dos tendencias vivas de la Iglesia, que se componetran, que se combinan, que discuten a veces -como ayer- sobre cuál es el punto exacto en que deben combinarse.

A esta luz debe verse lo que está sucediendo en el Aula. En un gran número de Padres predomina la tradición, la exactitud, los ángulos intelectualistas del problema. En otros destaca el afán de renovación, el sentido de lo pastoral, la religión como vida. Y observemos que los Padres tradicionales también aman la renovación y que los Padres renovadores no arrinconan la tradición. Es simplemente que en unos pesa más una fuerza que la otra. Ambos quieren caminar hacia el futuro desde la roca del pasado. Pero unos caminan con la mirada más vuelta hacia atrás. Otros miran más hacia adelante, sin olvidar cuanto tienen a la espalda.

Y la Iglesia vive gracias a las dos tendencias. Gracias a una, camina, se rejuvenece; gracias a la otra no se descarría.

Pero donde hay tendencias tiene que haber roces. Sólo no hay roces donde hay dictadura, donde hay aplastamiento. Y un Concilio -diálogo por su propia esencia- es la gran ocasión para encontrar el equilibrio de tendencias. ¡Benditos sean estos roces, que serán, en definitiva, quienes hagan que la Iglesia encuentre su equilibrio!


EL GRAN PROBLEMA DE LA REVELACION

Y, concretamente, ¿cuáles son las discrepancias que hoy están en juego? Era fácil combinar estas tendencias en los terrenos litúrgicos. Lo ideológico juega menos en ello y medio siglo de experiencias había preparado el acuerdo. Pero en lo bíblico la cosa era mucha más aguda y se trataba de un problema mucho menos maduro.

Sí, efectivamente, quizá es éste el problema clave de la vida cristiana. Todos los Padres están de acuerdo, como es lógico, en afirmar y proclamar la Revelación como base de nuestra fe. El cristianismo no es una religión sentimental, ni siquiera algo basado en intuiciones naturales. Nuestra religión encuentra su eje en las cosas que Dios ha revelado a los hombres.

El Dios de los cristianos no es un Dios mudo. Habló primero a través de las obras de su creación. Luego siguió hablando a través de los profetas, nos fue contando cosas de sí mismo, nos dio sus mandamientos. Y finalmente habló a través de su Hijo, encarnó en El su Revelación. Su Hijo era el Verbo, la Palabra de Dios. Todo cuanto Dios tenía que decir al hombre nos lo dijo en El. Cristo nos dijo cuanto necesitábamos saber de Dios. La Revelación quedó con El completa.

Pero Cristo no había hablado sólo para los hombres que le conocieron en vida. Para éstos no había problema. Habían visto la Revelación encarnada en Cristo, la habían oído de sus labios, la habían descubierto en sus gestos. Pero, ¿y los hombres de las demás generaciones? ¿Y los hombres de todos los otros pueblos? No bastaba con que Cristo hablase si no había una garantía de que ese tesoro se guardaría puro e intacto. Y Cristo, antes de irse, constituyó a su Iglesia y le encargó esta primera y fundamental tarea: extenderla a lo largo de los siglos, a lo largo de los kilómetros y por encima de los mares. Y le prometió su ayuda para mantener intacto ese tesoro.

Inspiró a los apóstoles y evangelistas para que recogieran por escrito su mensaje; ayudó a apóstoles, a Padres de la Iglesia para que fueran aclarándolo, desarrollándolo, y al Magisterio para que fuera fijando a lo largo de los siglos cuál era la interpretación exacta de cuanto apóstoles y evangelistas escribiesen.

Todo esto fue clara y nítido hasta el siglo XVI, cuando los protestantes entronizaron el individualismo: "La Biblia -dijeron- es la única fuente de la Revelación; la Tradición y el Magisterio no sirven para nada. El cristiano ha de leer la Biblia en la soledad de su corazón, bajo la única luz que a cada uno dará el Espíritu Santo". Era lo que se llamó el principio del libre examen. La Tradición y el Magisterio eran rechazados. La Iglesia estaba de más si cada hombre se sentía individualmente infalible.

El Concilio de Trento se levantó contra esta herejía. Cristo no había dejado a cada hombre a solas con su Biblia. Había dirigido también a la Iglesia para que con sus Padres, su liturgia, su sentir común cristiano aclarase, desarrollase, ensanchase lo contenido en la Escritura. Había constituído además un Magisterio que fijase infaliblemente cuál era el sentido querido por Dios en cada página.

Han pasado los siglos y muchas aguas comienzan a aclararse. Muchas Iglesias protestantes han comenzado a reestudiar sus posiciones. Hoy ya no creen que sea el libre examen el modo ideal de leer la Biblia. Proclaman incluso que la Biblia sólo puede entenderse leída en comunidad, en cierto sentido: leída "en" la Iglesia, leída a la luz de los santos y los estudiosos de todos los siglos. Siguen rechazando la existencia de un Magisterio que defina infaliblemente cuál es el verdadero sentido de la Escritura. pero han abandonado sus rígidas concepciones individualistas.

¿Y entre los católicos? Todos sin excepcion creen que la Revelación ha de encontrarse en la Escritura y en la Tradición y que ha de leerse bajo la dirección del Magisterio. Pero, después de coincidir en esto, discrepan en su modo de entender la relación de la Biblia con la Tradición. Intentemos dibujar esquemáticamente sus posturas:

Para unos, Tradición y Escritura son dos fuentes distintas, separables, de la Revelación. No todas las verdades que Cristo enseñó están en la Biblia. De todo cuanto Cristo dijo a sus apóstoles, éstos escribieron una parte; la otra la dijeron verbalmente a los hombres de su generación y nos fue transmitida de generación en generación hasta llegar a nuestros días. Esta transmisión oral es la Tradición. En ella hay cosas que no están en absoluto en la Escritura. Puede haber, por tanto, verdades que lleguen a dogma de fe, sin estar en la Biblia para nada.

Otros Padres ven el problema de otra manera. Para ellos la Revelación no nos es transmitida en parte por la Escritura y en parte por la Tradición, como si dijéramos que los apóstoles, de las ciento veinte verdades que Cristo les dijo hubieran escrito cien y transmitido veinte oralmente. Para ellos, los apóstoles y evangelistas, al escribir recogieron todo el mensaje de Cristo, pero lo recogieron con palabra viva, formulada en algunos aspectos, en germen en otros. La Tradición tenía como tarea desarrollar esos gérmenes, explicitarlos, completarlos. La Tradición era, pues, no sólo necesaria, sino imprescindible: ella conserva las verdades ya formuladas en la Biblia, desarróllalas en germen, las mantiene vivas todas.

Por ejemplo, dicen, el Dogma de la Asunción tenía sus raíces en la Biblia. Pero nunca lo hubiéramos entendido sin la Tradición. Es ella quien desarrolla esas raíces, quien saca las conclusiones de esas premisas; los primeros cristianos, los Santos Padres, la liturgia nos enseñan a leer lo que solo está insinuado; vemos, gracias a ellos, entre líneas. Hasta que llega el día en que el Magisterio recoge finalmente todo esto y lo formula como dogma definitivo.

Tradición y Escritura no son, pues, según esta tendencia, dos fuentes independientes, sino una sola fuente orgánica, encadenada, que se expresa de dos modos: por escrito y oralmente; los dos medios son medios vivos, los dos imprescindibles. La Sagrada Escritura sola no basta; hay que leerla "en" la Tradición y su último sentido verdadero ha de ser marcado por el Magisterio. Así se realiza lo que escribía San Gregorio Magno: "Nosotros, volando como pájaros por la Escritura, la ensanchamos".


EL EJE DEL DEBATE

Como se ve, las dos posturas coinciden en lo fundamental: valoración de la Escritura y necesidad de la Tradición y el Magisterio. Pero, en sus diferentes planteamientos, se presentan muy distintas ante los protestantes.

De la primera corriente están infinitamente lejos. Por un lado temerían siempre que los católicos pudieran definir dogmas sin ninguna base escriturística, sacándolos de la Tradición. Por otro lado creen infraestimada la Escritura, vista como una fuente incompleta y casi inferior a la tradición, ya que, según esta corriente, la Escritura habría de leerse a la luz de la Tradición, mientras que la tradición podría leerse en sí misma. Con esta corriente no habría la menor esperanza de aproximación al mundo protestante.

De la segunda corriente también están lejos. En ella se pone como necesaria la Tradición, que los protestantes aceptarían lo más como conveniente, iluminadora, pero nunca necesaria. Y, sobre todo, están lejos en cuanto que esta corriente afirma que es, a fin de cuentas, el Magisterio quien enseña la verdadera lectura de la Biblia. Pero la distancia, aún siendo muy grande, es mucho menor que en la otra corriente. En ella se pone a la Escritura como el depósito primero de lo revelado, en el cual todo, al menos en raíz, se encuentra. Las posibilidades de encuentro son, si lejanas, al menos posibles.

Y he aquí el grave problema con que se encuentra el Concilio. ¿Debe definirse tan solo aquello en lo que todos los católicos coinciden, permitiendo esta segunda opinión, sostenida hoy por gran número de escrituristas, o debe definir la teoría rígida, mucho más cómoda en el fondo, mucho menos peligrosa, pero con la que no sólo se cerrarían definitivamente las puertas al diálogo con los protestantes, sino también a los trabajos de grandes escuelas de teólogos católicos?

Y esto es cuanto en el fondo se debatió ayer: el esquema, preparado por una mayoría de representantes de la teoría rígida creyó conveniente asegurar la seguridad sobre todo y preparó un esquema en el que se inclinaba por las soluciones rígidas.

Esto explica que numerosos Padres se levantaran ayer contra él, pidiendo que el esquema dejase puertas abiertas en lo no definido, que no condenase una teoría que, aunque no completamente madura, no parece oponerse en nada, al dogma católico; deseando que el esquema exigiese a los católicos la fe en lo común, en lo definido, y que les dejase libertad en lo hoy discutido. El tiempo madurará lo que hoy está en estudio, y el Vaticano III o el Vaticano IV decidirán las cosas que para entonces sean comunes.

El planteamiento ha sido vivo, la polémica ha sido fuerte. Pero este vivo planteamiento ha sido recibido en Roma con alegría. Ahora sabemos que el Concilio no tomará una postura de grupo, que no se pondrá de parte de esta o de aquella tendencia, sino que tomará una postura católica: exigirá sumisión en lo fundamental y dejará libertad en lo opinativo; definirá lo que esté maduro entre los teólogos y dejará puertas abiertas a los estudiosos en lo que aún no está claro. ¿Podía esperarse desenlace mejor?

¿Pero cómo se llegará a este desenlace: modificando el actual esquema, elaborando otro nuevo? Eso el tiempo lo dirá y la voz de lo alto lo decidirá. Mis amigos y yo esta mañana hemos dicho misa del Espíritu Santo.


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