Un periodista en el Concilio


1 de noviembre de 1962


VIA PLEBISCITO, 107

Hoy, vacación en el Concilio y día de Todos los Santos, he aprovechado este descanso para ir a visitar la capillita de los monjes de Taizé. Es una casa como tantas en Via Plebiscito, 107. Me abre la puerta un joven monje, vestido con un alba blanquísima. Le digo que vengo simplemente a rezar a su capílla. Y me introduce en ella.

Es un pequeño cuarto, de aire monacal; no tendrá más de seis metros por cinco. En una de las paredes un icono bizantino representa a la Virgen. Arden ante él dos velas. En la capilla están rezando los cuatro únicos monjes de esta casa y dos obispos. Uno de los religiosos me ha puesto en la mano la estampa de sus oraciones por la Unidad. En su anverso nuevamente la imagen de la Virgen.

Y comienza ahora la letanía. Una letanía en la que se reza por Juan XXIII, por el Patriarca Atenágoras, por el doctor Ramsey, por el Patriarca Alexis, por el cardenal Bea, por el doctor Fisher, por todos los miembros de la Iglesia católica, por todos los protestantes, por todos los ortodoxos. Para que todos sean una misma cosa.

Era difícil sustraerse a la emoción. Los cuatro monjes rezaban por todo esto con naturalidad, sin esfuerzo tenso; rezaban por esta unión, como si fuera algo que ya estuviera de antemano concedido; como algo que va a venir mañana, o pasado mañana lo más; como algo inevitablemente cierto.

Allí había paz. Los cuatro jóvenes monjes parecían arder como la vela que tenía cada uno en su mano, y arder serenamente, como las velas arden.

¿Quién en aquella capilla hubiera descubierto que estos cuatro monjes eran protestantes?

Juan XXIII y SchutzEsta es una de las más bellas fábulas que conoce nuestro siglo. Comenzó en 1939, cuando un joven suizo, Roger Schutz, protestante, sintió dentro de sí la llamada a unir a los hombres, unir a las naciones desgarradas por las guerras; unir, sobre todo, a los cristianos que estando divididos no sufrían por ello. Y comenzó su obra. Fue en una vieja casa de una aldea desconocida de la Borgoña, cerca de Cluny, en Taizé.

Fue difícil al principio, porque estalló la guerra y parecieron sumergirse todos los deseos de paz y de unión. Durante varios años, Roger Schutz se dedicó a atender a los refugiados, a los huídos de la guerra.

Pero la gracia quiso provocar un encuentro providencial: Schutz se encontró con el Padre Couturier, otro hombre que, entre los católicos, sentía el mismo hervidero de deseos unionistas en el alma. ¿Por qué no fundar entre los protestantes una Orden religiosa dedicada a difundir estos deseos de unión? Pero... ¿una Orden religiosa protestante? Lutero se había levantado contra los votos como una atadura del demonio y ahora, ¿un protestante iba a fundar una Orden religiosa?

¿Por qué no? Los tiempos habían madurado, y en el alma de Schutz entró el convencimiento de que sólo los tres votos de pobreza, castidad y obediencia podrían despojar a sus seguidores de todo lo que obstaculiza a la unión. "Por otro lado -pensaba-, la tarea de la unión será tarea larga; el programa de acción para llegar a ella exige una larga continuidad a través de sucesivas generaciones y al mismo tiempo una ardiente paciencia. Nos parece que una comunidad cenobítica sea precisamente uno de estos lugares posibles de continuidad, en torno al cual podrán venir a chocar las olas del entusiasmo y del escepticismo, a favor o en contra del ecumenismo."

Sí, habría que hacerlo. Y en 1949 los primeros siete Hermanos hacían su "profesión religiosa".

-¿Cuál es nuestra regla? -me responde el prior cuando le pregunto-. No tenemos una regla definitiva. Esa la haremos cuando llegue la unión.

Y lo dice con una naturalidad absoluta, como si fuese algo que va a venir la próxima semana.

Pero aún no se ha cerrado el libro de las maravillas. En 1961, una noticia saltó a los periódicos del mundo: un grupo de Pastores protestantes había tenido una reunión con obispos y teólogos católicos y el clima de amor había sido inolvidable para todos. Estos contactos se habían celebrado en Taizé.

Otra noticia -aún más sonora- se produjo en 1962. En Taizé se había inaugurado una extraña capilla: "La Iglesia de la reconciliación". Era una Iglesia levantada en Francia por estudiantes alemanes y franceses, como signo de reconciliación entre estos dos pueblos tantas veces enemigos. Y esta Iglesia -protestante- tenía una cripta católica, bendecida e inaugurada por el obispo de la diócesis, en una solemne ceremonia, a la que los sesenta monjes de Taizé asistieron, revestidos de sus albas blancas.

Y aún había más maravillas: un día, en la primera página de L'Osservatore Romano se publicaba un largo artículo de elogio a un libro sobre la Eucaristía. Era una obra de Max Thuriam, uno de los monjes de Taizé.

Poco después, las revistas católicas recogían alborozadas la publicación de un bellísimo libro de oraciones: era el que habitualmente utilizaban para sus rezos los monjes de Taizé.

Luego el Pastor Schutz y Max Thuriam eran invitados como huéspedes oficiales del Concilio. Y con esta invitación coincidía la publicación de dos libros del Pastor Schutz, presentados uno por el teólogo jesuita Padre Boyer y otro por el cardenal Cushing.

Estos días los hemos visto en el Concilio, recogidos, devotos, con una intensidad de oración impresionante, con esa paz en el rostro que nos recuerda siempre a un San Francisco.

Hoy he hablado con ellos y me parecía estar viendo nuevas escenas de las florecillas franciscanas. Me cuentan que como ellos trabajan y les sobra algo de dinero, tienen por sus constituciones el compromiso de no dar estos sobrantes a obras protestantes. Han de emplearlo -como signo de unión y caridad- en obras católicas y ortodoxas. Este año estuvieron en España, empleando su dinero en el barrio de "La Chanca", de Almería. El obispo les recibió muy bien y les permitió asistir a las ceremonias litúrgicas en las iglesias. "¡Qué bien rezan los católicos españoles! -me dice uno-. Me ha impresionado la fe de la gente sencilla. Tienen ustedes un tesoro", añade.

Luego me cuenta su tortura en este viaje: no poder comulgar. "Nosotros creemos en la Eucaristía; creemos que con las palabras de aquel sacerdote a cuya misa asistíamos Cristo desciende al altar, Pero no podíamos comulgar, porque éramos protestantes, Es urgentísimo que llegue la unión."

Yo recuerdo ahora la carta que en agosto de este año dirigió la comunidad de Taizé a las carmelitas de Avila, al celebrar éstas el cuarto centenario de su fundación. Es una de las cartas más hermosas que conozco. He aquí algunas párrafos:

Llamados, como vosotras, a vivir las obligaciones de la vocación cenobítica, os estamos agradecidos porque habéis permanecido fieles sin interrupción, vosotras y las que os han precedido en la gran llamada evangélica: "Abandonar todo y recibir aquí abajo el céntuplo con persecuciones". Sois para nosotros un apoyo y un motivo de esperanza por el testimonio de vuestra vida fraternal, que ha hecho exclamar tantas veces: "Mirad cómo se aman"; por vuestra obediencia, que se manifiesta en las pequeñas fidelidades de cada dia; por la continuidad de vuestra alabanza en el correr de los siglos y por tantos valores conservados a través de los años. Nos arrastráis a correr sobre las mismas huellas de Cristo por la ofrenda de vuestras vidas, renovada día a día.

Por todo lo que sois vosotras, hermanas de Santa Teresa de Avila, nosotros cantamos la alegria de nuestra común vocación a Dios Padre, a su hijo, Jesucristo, al Espíritu Santo, pidiendo por la ofrenda de nuestras vidas la gracia de la unidad visible de todos en una misma Iglesia. Unidos a vosotras en la gozosa comunión de todos los santos, testigos de Cristo, esperando que poco a poco transforme en nosotros lo que se opone a la vocación, os manifestamos nuestra gratitud por lo que habéis sido y por lo que sois.

Sí, he aquí una de las más bellas historias de nuestro siglo: la de 60 jóvenes que entregan su vida por la unidad de todos los cristianos.

No tomes jamás parte -dice su regla- en el escándalo de la separación de los cristianos, que proclaman todos tan fácilmente el amor al prójimo, pero que siguen divididos. Ten pasión por la unidad del Cuerpo de Cristo.

Hoy -escribe en uno de sus libros el prior de la comunidad- el problema esencial es hacer verdadera la última plegaria de Jesús: "Que todos sean una misma cosa, para que el mundo crea". El día de nuestra reunión visible en una sola Iglesia verdaderamente la alegría del cielo descenderá a la tierra.

Algo de esta alegría he sacado yo esta mañana saliendo de la capillita de Via Plebiscito, 107. Cosas muy grandes están pasando en el mundo sin que apenas nos enteremos. Esta comunidad de cuatro monjes, que sin ser católicos montan guardia permanente de oración por el Concilio, es el mejor testimonio que podía soñarse.

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