Un periodista en el Concilio


18 de octubre de 1962


¿QUIENES SON ESTOS HOMBRES VESTIDOS DE NEGRO Y MORADO?

Hoy, vacación. Nada parece que anuncie noticias en el horizonte. Y quiero aprovechar la jornada para algo que que me preocupa y me interesa: ¿quiénes son estos hombres que han invadido Roma? En el aeropuerto de Fiumicino y en la estación de Términi los he visto hace días descender de trenes y aviones. Ahora los vemos por todos los rincones. Por la ventanilla trasera de los taxis asoma muchas veces un solideo morado: han invadido tranvías y autobuses. Pero, ¿quiénes son estos hombres? ¿Cuál es su vida? ¿Qué sienten? ¿Cómo piensan?

Que los no creyentes no entiendan lo que es y significa un obispo es algo lógico, normal. Pero, ¿lo entendemos los creyentes, incluso los dirigentes, incluso los sacerdotes? ¿Qué sabemos del episcopado mundial?

Hace días ví en una librería una publicación francesa con este justo título: "El obispo, ese desconocido". Sí, así es: hay una extraña cortina de silencio que separa a la hora de la verdad a obispos y fieles: la cortina de púrpura. Sería impresionante y quizá desolador hacer una encuesta sobre lo que los cristianos piensan de sus obispos. Encontraríamos miles de respuestas "edificantes", llenas de amor y cariño, pero dulcemente deshumanizadoras. También nos encontrariamos muchos cientos de respuestas llenas de tópicos, de prevenciones, de juicios deducidos de cuatro gestos externos, de cuatro rasgos tradicionales que están muy lejos de definir hasta lo hondo la verdad de lo que hoy es y significa el Episcopado del mundo.

Pensando todo esto comprendo a quienes miran con escepticismo al Concilio. Dicen: "Sí, sí, en el Concilio habrá grandes personalidades, pero no hay hombres de la calle; estad seguros: no se tocará tierra". Hay muchos -jóvenes sobre todo- que piensan así; que dicen sin rebozo que el Episcopado está compuesto de viejos en edad y viejos en pensamiento; de hombres cuyo cargo les aleja de las realidades de cada día, encajonados en sus vestidos morados y en la soledad de sus palacios episcopales.

¿Pero responde a la realidad esta idea? Bastaría creer en Cristo para saber que esto no puede ser verdadero. ¿O acaso Dios podría permitir que su Iglesia estuviera toda ella dirigida por hombres desfasados de los verdaderos problemas de este mundo? Pero estoy recordando que ahora soy periodista y no debo recurrir a argumentos teológicos. Hay que dejar entonces las teorías y tomarle descaradamente el pulso al problema. Porque uno -voy a decirlo en seguida- tiene una inmensa fe en el Episcopado mundial y cree que en este Concilio vamos a llevarnos muchos cientos de maravillosas sorpresas.

¿O quién conoce en verdad al Episcopado mundial? Arrinconados en nuestras pequeñas historietas, por tal o cual anécdota de tal o cual obispo, acabamos olvidándonos de que son 2.800 Pastores los que gobiernan y rigen a esta Iglesia de Cristo y no vemos cómo en ellos está representada toda la vitalidad cristiana. Y sin embargo, puede decirse que pocas cosas más consoladoras hay que este acercarse a la universalidad católica que nos está siendo dado a quienes vivimos en estos días en Roma.

¿Hacemos un viaje por la geografía del Episcopado mundial? El panorama que vamos a contemplar -aún en lo humano- vale la pena, os lo aseguro.


UN OBISPO ME AYUDA A MISA

Me ha sucedido esta misma mañana. Esperaba yo, revestido ya para celebrar misa, la llegada de una monjita que me ayudara en la celebración, cuando se me ha acercado uno de los obispos sudamericanos que viven en el convento donde resido. "Yo le ayudaré" -me dijo-. Me quedé un momento perplejo. "No, excelencía -dije, al fin-; ahora vendrá una de las Madres para ayudarme." Sonrió. "Deje a las Madres -dijo-, están ocupadísimas, las pobres." No supe negarme, y, por otro lado. ya se había dirigido hacia el altar y estaba encendiendo las velas.

Ha sido para mí una misa emocionante. Anoche estuve preparando algunos datos para estas cuartillas, y he aquí que una pequeña anécdota me lo resumía todo en un gesto. Los obispos no eran entonces esos seres lejanos, solemnes, distantes. Allí, detrás de mí, me respondía uno de ellos como el más sencillo de los monaguillos. Cuando, al finalizar la misa, traté de darle las gracias, me respondió con otra frase desconcertante: "Al contrario, el agradecido debo ser yo".

Era hermoso. Dando gracias de mi misa esta mañana dí a la vez gracias a Dios por habernos hecho nacer en esta hora de la Iglesia, por poder gustar esta alegría de sentirnos dirigidos por un Episcopado simplemente "cristiano", sin solemnidades distantes, con un amor traducido en la más hermosa forma de la sencillez.

Horas después, durante la comida, pude revivir esta alegría de verlos gastarse bromas, preocuparse de los pequeños problemas que preocupan a todos los cristianos de hoy, dignos y sencillos, sin empaques ridículos, poniéndose a la altura de todos, no dejándonos a los simples sacerdotes que comiéramos aparte y obligándonos a hablar como si fuéramos nosotros quienes teníamos cosas que decir.

Sí, debo escribir esto: cuando uno se acerca a la gran colectividad del Episcopado católico descubre, desde luego, la luz de Dios al fondo, pero descubre también, en primer término, las notas mejores que todos soñamos para el cristianismo de hoy y de mañana. Y, al descubrir esto, uno siente multiplicada su fe en el Concilio: porque es obra de Dios. Y también porque será obra de estos hombres.

Pero, respondamos ya a nuestra pregunta: ¿quiénes son estos hombres? ¿Qué representan en el mundo contemporáneo? ¿Cuáles son sus mentalidades? ¿Qué experiencia de la vida tienen? ¿Se recogen en ellos todas las preocupaciones de toda la Iglesia contemporánea?


A LA LUZ DE LAS CIFRAS

La primera aproximación nos la darán las cifras. Son 2.778 los hombres convocados al Concilio, los encargados de sacarle brillo a esta Iglesia de todos. Ochenta y siete de ellos (un 3,4 por 100) son cardenales y patriarcas; 1.619 (el 58,2 por 100) son obispos que regentan una diócesis, obispos residenciales; 971 (el 35 por 100) son obispos titulares o auxiliares de las grandes diócesis del mundo; otros 97 Padres conciliares, sin ser obispos, son los superiores generales de las grandes Ordenes religiosas. De todos ellos son religiosos 939 (Un 38 Por 100). El resto pertenece al clero secular.

¿De dónde han venido estos hombres? De 116 países, de todos los rincones del mundo. 332, de América del Norte; 601, de Iberoamérica; 250, del Africa Negra; 95 del mundo Arabe; 849, de la Europa occidental; 174 son obispos en el bloque comunista; 256 pertenecen al mundo asiático; 70 a Oceanía.

Estas simples cifras nos dicen algo ya muy importante: todo el mundo, y no solo el bloque occidental es el representado en esta asamblea, e incluso podría hablarse de una mayor representación proporcional por parte de los nuevos pueblos. Así nos encontramos que Europa occidental, con un 33,70 por 100 de los católicos del mundo, tiene únicamente el 31,60 por 100 de los Padres conciliares, y que Iberoamérica, con el 35,53 por 100 de los católicos mundialess sólo está representada por el 22,33 por 100 de los Padres del Concilio. Africa Negra, en cambio, tiene un 9,30 por 100 de los obispos, cuando sólo tiene el 4,02 por 100 de los católicos del mundo. Y el mundo árabe está representado en un 3,53 por 100 en el Concilio para un 0,51 por 100 de los católicos del mundo. Este mismo desequilibrio se ve respecto a Asia y Oceanía con un 12,10 por 100 del Aula Conciliar, representando a un 6,71 por 100 de los católicos mundiales. Igual ventaja llevará América del Norte, ya que un 12,36 por 100 de los obispos representarán a un 8,69 por 100 de los católicos. Desnivel que será de signo contrario para la Iglesia del Silencio, que, a la muerte de tantos obispos que no tuvieron sucesores, tendrá que añadir tantos sillones vacíos en las próximas sesiones.

Estas cifras demuestran por el momento dos cosas: que en Roma estará todo el mundo católico y que este Concilio conocerá no sólo muchas caras nuevas, muchos rostros de color, sino la enorme vitalidad de las jóvenes Iglesias que, si viven mayores problemas que ninguna otra -quizá porque los viven-, conocen también el calor de las nuevas conquistas, el impulso creador de las cristiandades en crecimiento.


¿SERA EL CONCILIO UNA ASAMBLEA DE VIEJOS?

He aquí algunas preguntas importantes: ¿Este Concilio es una reunión de ricos? ¿Una asamblea de viejos? ¿Una O.N.U. con Grandes y Pequeños? ¿Una concentración de hombres felices y sin problemas? ¿Un amontonamiento de hombres serios y barbudos? ¿Un cónclave de "prudentes"?

Sí, he aquí una serie de preguntas importantes. Porque si el Concilio no representara a todos los católicos, habría que temer que no fuera un Concilio católico; porque si aquí no estuvieran todas las mentalidades, todos los gustos, todos los estilos, todas las clases, todas las procedencias, habría que temer un Concilio de grupo, de casta, de clase, un Concilio alicorto y estrecho. ¿Es así?

Me gustaría responder con un estudio minucioso y debo responder con cuatro datos sintomáticos. No soy un científico, sino un periodista, y mañana he de estar ya en otra tarea. Procuremos que sean datos reveladores.

¿Son jóvenes o viejos estos hombres? Mucho más jóvenes de lo que muchos calculan, dentro, naturalmente, de la lógica edad de los obispos, Cuando ayer comencé a estudiar este asunto, lo que menos me esperaba yo es que más de la mitad de los Padres conciliares son hijos de este siglo XX, exactamente 1.612 nacieron después de 1900, frente a los 1.072 nacidos en él siglo XIX.

Y, para mayor concreción, registraré que solo nueve Padres nacieron antes de 1871; 124 nacieron en el decenio 1871-1880; 418, entre 1881 y 1890; 521, entre 1890 y 1900.

Y por lo que se refiere a nuestro siglo: 981 nacieron en el primer decenio; 604, entre 1910 y 1920; 24 han nacido después de 1920.

He aquí cifras interesantes: el 60 por 100 de los Padres no llega a los sesenta y dos años. Y el porcentaje de los verdaderamente jóvenes no es nada pequeño. En la misma mesa presidencial encontramos hombres de todas las edades: desde Pla y Deniel, con ochenta y seis años, hasta el cardenal Alfrink, con sesenta y dos. En la Comisión de asuntos extraordinarios trabajarán juntos el Cardenal Cicognani, de setenta y nueve años, y el cardenal Dopfner, de cuarenta y nueve. Pero la edad no separará en este Concilio, y lo mismo valdrá el voto de monseñor Alcides Mendoza, el benjamín del Concilio, con treinta y cuatro años, que el de monseñor Carinci, que cumplirá los cien dentro de unos días. Porque este Concilio no será obra de hombres jóvenes ni viejos. Será obra de la joven Iglesia, para quien la edad no cuenta.

¿Cuenta acaso la proveniencia social de los obispos? Veámoslo: preguntémonos si alguna asamblea del mundo presenta tan curiosa mezcla: en el Aula Conciliar se van a mezclar monseñor Mabathoana, hijo de "El león de la montaña", fundador de la nación basuta, con el cardenal Siri, hijo de un obrero portuario genovés; junto a monseñor Ancel, el obispo obrero, hijo de una importante familia de industriales franceses, estará el cardenal Ottaviani, hijo de un panadero y cuyos hermanos siguen regentando en un barrio romano la vieja y humilde panadería. Junto a los orígenes principescos de varios obispos africanos -monseñor Dosseth o monseñor Dud- habrá que situar al cardenal Gracias, nacido en uno de los más miserables barrios de Karachi, o a monseñor Kominek, que día a día supo la angustia de esperar el regreso de su padre de una mina en Silesia.

Y si acudimos a las estadísticas, aunque sean parciales, nos encontraremos que los obispos franceses han salido 22 de familia de agricultores, 12 de negociantes y comerciantes, 11 de empleados, 11 de industriales o directores de empresa, ocho de obreros manuales, siete de notarios, cinco de artesanos, cinco de médicos, cuatro de abogados y otros tantos de militares e ingenieros, etc., etc. Para venir a concluir que en el Concilio no estará representada esta o aquella clase, este o aquel grupo social. Porque para la Iglesia, como para Dios, no hay clases.

Ni marcarán distingos los tamaños o la historia de las diócesis. La misma butaca ocupará monseñor Rey, cuya prelatura brasileña tiene 100.000 kilómetros cuadrados, o monseñor Berlier, cuya diócesis en Nigeria es más de dos veces mayor que España, que monseñor Gunnarson, que en Islandia apacienta tan solo a 806 católicos, con una diócesis de dos únicas parroquias. Y allí se mezclarán los obispos de las antiguas y clásicas sedes y los de las Iglesias recién roturadas. Los obispos españoles e italianos, con diócesis íntegramente católicas, y el cardenal de Tokio, cuyos 40.000 católicos viven perdidos entre once millones de paganos.

Y son hombres de los más opuestos gustos y temperamentos: el alegre monseñor Wright, siempre amigo de chistes y bromas, y el ascético monseñor Leonard, cuyo riguroso espíritu impregna su vida y sus escritos. Y coincidirán monseñor Amisah, que toca el órgano, y monseñor Ogez, que entretiene sus ocios tocando el violín, o monseñor Mabathoana, compositor de música polifónica negra, con monseñor Ekanden, trabajador infatigable que sólo concede cinco horas diarias al sueño. Y convivirán el cardenal Montini, lector infatigable, que llevó a su diócesis de Milán 85 cajones de libros, con monseñor Rey, que ha construido con sus propias manos su catedral de Nuestra Señora de Seringueiro, y junto a los dos estará el contemplativo monseñor Mongo, a quien el nombramiento episcopal llegó cuando se disponía a entrar en la Trapa y que ofreció a Dios "el sacrificio de su vocación contemplativa destrozada".

Algunos obispos estrenarán prácticamente en el Concilio su episcopado, como monseñor Taylor, obispo de Estocolmo, que aún no conoce su diócesis, o monseñor Kua, aún no consagrado. Otros llegan a él cargados de historias y luchas, como monseñor Sevrin, que se llama a sí mismo "trígamo y divorciado", ya que ha ocupado tres diócesis en la India y a las tres ha renunciado para que se nombraran obispos del país, y que trabaja ahora como simple misionero, a las órdenes de monseñar Tigga, uno de los obispos que él formó.

Y junto a los obispos nacidos en familias arraigadamerne católicas, tendrán su silla quienes, como el cardenal Rugamwa, se convirtieron a los ocho años, o como monseñor Henry, que se bautizaron a los trece, o como monseñor Ekanten, que entró en el Seminario contra la voluntad de los fetiches. Y junto a ellos, monseñor Kivanuka, descendiente de mártires; monseñor Urtasun, educado a la sombra de su tío obispo, o el curiosisimo caso de monseñor Courbe, cuyo padre, enviudado, se hizo sacerdote y trabaja ahora en la diócesis de su hijo....junto con sus otros cuatro hijos sacerdotes.

Algunos llegarán al sacerdocio como vocaciones tardías y desde las más extrañas profesiones: monseñor Amisah era futbolista; monseñor Castellano, de Siena, era ingeniero; el cardenal Gilroy, telegrafista; monseñor Herrera, periodista; monseñor Mouisset, oficial de Artilleria. Y el cardenal Silva Henríquez entró a los veinticuatro años al Seminario e hizo una vertiginosísima carrera: obispo en 1959, arzobispo en 1961, cardenal en 1962, a los cincuenta y cuatro años.

¿Y de qué trabajos apostólicos provenían? He aquí otro dato curioso. ¿Eran todos ellos burócratas, hombres de papeles o científicos, sin contacto con la realidad? He aquí la última estadística francesa: el actual Episcopado de la nación vecina proviene en un 34 por 100 de la enseñanza en Seminarios y Universidades; un 30 por 100, de las parroquias; un 4 por 100, de la administración de las curias; un 22 por 100, de las obras de Acción Católica, Cáritas, Movimientos juveniles o apostólicos, y un 10 por 100 de otras actividades diversas.

Y puede asegurarse que la vida de estos hombres no siempre ha sido fácil. Diecisiete de los obispos franceses han estado prisioneros de los alemanes en campos de concentración; el cardenal Suenens fue rehén durante la guerra y estuvo a punto de ser fusilado; no pocos de los obispos españoles tuvieron la vida en un hilo durante la guerra del 36, monseñor Kozlowieki ha pasado por los campos de Dachau y Auschwitz. Sí, no serán hombres que lleguen al Concilio con los ojos cerrados a la realidad del mundo. Todos los dolores, todos los problemas han sido vividos por ellos.

Y si ninguno de ellos puede ser juzgado como un revolucionario ingenuo, tampoco son hombres que teman la novedad por llamativa que sea: no hace muchos meses que monseñor Botero Salazar, arzobispo de Medellín, abandonaba su palacio, lo cedía para residencia para obreros, y se iba a vivir al más humilde barrio de su ciudad; y un grupo de obispos argentinos aceptaba de común acuerdo el adoptar el báculo y el pectoral de madera; y monseñor Gruber pedía a sus diocesanos que no le dirigieran tratamientos complicados, que le llamaran sencillamente "señor obispo"; y monseñor Parenty va en persona conduciendo su coche a recibir a sus huéspedes y les prepara personalmente el café; y monseñor Gregorios ha puesto en su casa varias camas para que duerman allí los sacerdotes que pasen por su ciudad; y monseñor Larraín ha repartido las tierras de su diócesis a los campesinos, y el cardenal Lercaro ha montado un carnaval infantil, con el que ha desterrado el carnaval inmoral de mayores en Bolonia; y monseñor Sales ha montado y dirigido personalmente una emisora de radio, mientras monseñor Mongeau fundaba y dirigía un periódico.

Y podíamos seguir recorriendo indefinidamente esta galería de personalidades. Pero en todos los espejos encontraríamos una misma realidad: la de saber que el Concilio no lo harán unos hombres alejados, sino toda la Iglesia, que en el Aula entrarán todos los gustos, todas las edades, todas las tendencias, todas las esperanzas, lo mejor de cada uno de los valores. Y que quizá el Concilio nos reserve muchas curiosas sorpresas, mostrándonos un Episcopado muy distinto del que muchos se imaginaban.

Y, sobre todos, la mano de Dios velando y dirigiendo, repitiendo en cada uno la figura del Buen Pastor, que ha querido, como último detalle simbólico, que haya en este Concilio un paisano suyo, monseñor Abou Saada, nacido, como Jesús, en Belén.

¿Cómo, entonces, no mirar el Concilio con ojos de esperanza, sabiendo que, además de estar en las manos de Dios, está también humanamente en buenas manos?

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