Un periodista en el Concilio


7 de octubre de 1962


¿QUE ESPERO DEL CONCILIO? Vaticano

Ayer me moví un poco en los ambientes vaticanos. Y en todas partes el mismo clima de desconcertada expectativa. ¿Qué va a ser el Concilio? ¿Hacia dónde va a orientarse? ¿Cuánto va a durar? ¿Qué temas va a tratar? Todo son incógnitas. Nadie se atreve a hacer un pronóstico. "Todo es imprevisible", te dicen.

Por eso quiero sentarme hoy a la mesa y hacerme a mí mismo esta pregunta: José Luis, ¿qué esperas del Concilio? No se trata de decir lo que tú desearías, lo que tú soñarías en un tiempo ideal, sino de contar humildemente a qué huelen los vientos, tomarle el pulso al presente. ¡Ea, muchacho, coraje!

Quiero decir ante todo que, de cara al Concilio, en mí pesan mucho más las esperanzas que los temores. Mucho más, mucho más.

Ante todo por la misma naturaleza del Concilio. Porque la Iglesia es tan una que siempre corre el peligro de hacerse uniforme. Es tan santa que corre el peligro de dormirse en la auto satisfacción (es decir: en la mediocridad). Es tan católica que vive el riesgo de convertir su catolicismo en un título y olvidarlo en un precioso marco dorado. Es tan apostólica que puede ignorar que casi siempre el apostolado desemboca en el martirio. Es tan romana que puede pensar que sobre todo el mundo pesa únicamente el suave sol romano, que -como en Roma- nunca nieva, que los fríos están siempre más cerca del otoño que del invierno.

¿Qué mejor entonces que un Concilio para recordarnos que la unidad puede y debe ser múltiple, que la santidad se encierra en vasos humanos, que la catolicidad es un intercambio de sangres y no un título, que la apostolicidad tiene más dolor que honor, que romanismo no tiene por qué ser igual que centralización?

Un Concilio es traer todas las venas hasta el corazón, para que las venas conozcan al corazón, para que el corazón conozca a los últimos vasos de las venas. Ensanchar los pulmones, respirar a plena luz, bogar con todas las velas desplegadas. Todas.

Pero además este Concilio viene rodeado de una serie de circunstancias que multiplican su interés. Y la primera es llegar en un momento cristianamente sereno. La historia de casi todos los Concilios es la historia de las crisis de la Iglesia, la historia de las herejías. ¿Y qué pensar del Vaticano I? Hay pocas cosas tan interesantes como estudiar su historia, la de un tiempo en que la Iglesia no había "digerido" al mundo moderno, quizá simplemente porque el mundo moderno no tenía ni idea de la Iglesia y la ataba con el "ancien régime", en sus ataques. Hoy este Concilio no se hace contra nadie. Qué justas aquellas líneas del cardenal Montini:
La característica de este Concilio es que tendiendo abiertamente a una importante reforma, ésta parte más del deseo del bien que de la fuga del mal. Hoy, de hecho, no hay en la Iglesia, por la misericordia de Dios, errores, escándalos, desviaciones o abusos que reclamen la convocación de un Concilio como medida extraordinaria. Será por ello un Concilio de reformas positivas más que de castigos, más de exhortaciones que de anatemas.

Un Concilio, pues, sin herejías. ¿Nos damos cuenta de lo que esto significa? Porque el hereje es causa de dos errores: del suyo propio y del que sus adversarios inevitablemente cometen exagerando la verdad, subrayando demasiado ciertas zonas, o simplemente cargando a la verdad de contextos polémicos. El hereje huye de la verdad, y el que le combate se encastilla en ella. El que está en la verdad se convierte en un "anti", un "anti" que termina imponiendo no sólo la verdad, sino también todos sus contornos, que no siempre son tan verdad como la verdad misma.

Un Concilio sin herejías es, por ello, una ocasión excepcional de casar la verdad con la serenidad (esa hermana gemela de la verdad), en lugar de ese absurdo matrimonio morganático de la verdad con el extremismo (ese hermano gemelo del error). Un Concilio sin herejías es la mayor bendición que el cielo podía conceder a su Iglesia.

Otra felicidad: un Concilio sin ingerencias de los poderes civiles y políticos. Es hermoso ver cómo la Iglesia va dejando pesos a lo largo de su historia en los últimos siglos. Un día volverá a pasearse por el mundo sin alforja ni zurrón, con una sola túnica. Por de pronto, esta bendición de las cancillerías ocupadas en sus cosas. Y la otra de unos Padres Conciliares que podrán discutir sin preocuparse de lo que puedan pensar los Ministerios. El Vaticano I fue el primer Concilio sin que las autoridades civiles estuvieran presentes con sus cuerpos. El Vaticano II será el primero en que no estarán ni con sus cuerpos ni en modo alguno. Se gozará por vez primera una libertad sin tensión, una libertad sin lucha, una verdadera libertad.

Otra alegría más: Un Concilio ecuménico verdaderamente ecuménico. Todos los hombres, todas las razas, todos los pueblos, verdaderamente. Pienso en el Vaticano I, ¿y cómo no notar la diferencia? En las comisiones preparatorias de aquel eran italianos los cinco presidentes de las cinco comisiones, los cinco secretarios y 71 de sus 102 miembros. ¿Y en el Concilio? Nada menos que 276 de los 750 obispos asistentes eran obispos italianos. Y una buena parte de los 138 obispos misioneros provenían de Italia también.

Ahora las cosas tienen un sentido radicalmente distinto. La casi totalidad del Episcopado del mundo estará aquí: los 332 norteamericanos, los 601 hispanoamericanos, los 250 obispos del Africa Negra, los 95 del mundo árabe, los 250 asiáticos. Esta vez sí: una catolicidad verdaderamente católica.

¿Y cómo no soñar ya lo que esto podrá significar?, ¿qué cantidad de sangre fresca traerán?, ¿cuánto mejor veremos los problemas iluminados desde sus cien mil ángulos? El Episcopado holandés lo señaló con toda exactitud: Hoy que por primera vez en la historia de los Concilios eclesiásticos se reunirán obispos de todas las partes del mundo, la ecumenicidad geográfica adquiere un significado renovado y más real. Esto puede añadir a nuestra experiencia occidental del cristianismo un enriquecimiento lleno de promesas. Si, ¿qué no podrá producir la vieja Europa si vuelve a ser humilde y joven. si redescubre y aprende de los nuevos pueblos el arte de seguir viviendo, de seguir creando? ¿Qué nueva vida no podrá vivir el cristianismo si se despoja de la ya endurecida túnica de su occidentalidad y se reviste la nueva túnica, la vieja túnica universal del Evangelio?

¿Más alegrías? Sí. El Concilio llega en un momento en que está en crisis el "clericalismo eclesiástico", en un momento en que todos hemos vuelto a descubrir el huevo de Colón: la Iglesia somos todos, el pueblo de Dios existe, "es" Iglesia.

Alguien comentó que por primera vez este Concilio se había preparado de abajo arriba y no de arriba abajo. Juan XXIII, con una intuición que reconocerán los siglos, quiso oír antes de hablar, preguntar antes de dibujar carriles. No propuso unos temas al estudio común, pidió sencillamente a todos que hablasen. Y la Iglesia ha hablado en estos años. ¿Tanto como hubiera debido desearse? Luego comentaremos esto. Pero es indudable que la Iglesia -toda ella- ha hablado. Que toda la Iglesia -más o menos- se encuentra "en estado de Concilio", porque se van a estudiar los problemas de todos y no tan sólo los asuntos de la raza elegida. ¿Ha habido alguna vez en la Historia un mundo cristiano más cerca de los problemas eclesiásticos, ha habido alguna vez un clero más preocupado por los problemas y la dignidad de los seglares? Y ya se sabe que los mejores negocios son los que se llevan en familia, cuando el padre y todos los hijos trabajan juntamente.

Pero no sólo todos los obispos del mundo, no sólo todos los hijos de la casa, también tendremos en este Concilio la palabra hermana de quienes viven en la casa de al lado. La Iglesia católica romana -ha escrito el Padre Congar- entra por primera vez en su historia y con ocasión del Concilio, en los caminos del diálogo. Otras veces se entró en el camino de la polémica, de la apologética. Esta vez estamos en los caminos del diálogo. ¿Hay algo más alegre que comparar la postura de la Iglesia ante los separados y de los separados ante la Iglesia, hace un siglo y hoy? Algo ha cambiado. Hay un aire más fresco, más limpio. Y al aire libre caen los malentendidos.

Por de pronto contamos con su oración. Somos muchos más que nunca a rezar por el Concilio, cerca de mil millones. ¿Y por qué Cristo no habría de escuchar las oraciones de quienes además de ser cristianos rezarán con tanto más amor y menos egoísmo cuanto que el Concilio no es en realidad suyo? Un católico rezando por el Concilio cumple sencillamente con su deber. Un protestante o un ortodoxo, haciéndolo, multiplica su deber por su amor, por la profunda caridad de rezar por aquello que no se comparte. ¡Y están rezando, y rezando de veras!

Otra alegría más: Juan XXIII. ¿Qué méritos ha hecho nuestro siglo para que al frente de nuestra Iglesia haya puesto Dios a este anciano tan transparentemente evangélico, tan infantilmente cristiano, tan jubilosamente constructivo, tan amigo del mundo, tan de corazón abierto, tan serenamente vivo, tan vivamente sereno, tan hermano de todos, tan naturalmente sobrenatural? ­Un Papa de transición! ¡Qué despistados estuvimos todos hace cuatro años! ¡Qué divertido este Dios que lleva a los cristianos casi humorísticamente hacia lo que precisa en cada momento! Juan XXIII, sí, digámoslo: uno de los más sólidos motivos de esperanza en esta hora. Precisamente porque es tan sencillo, precisamente porque no es "el divino inspirado" ni la "clarísima mente" ni el "omnipotente faraón" Dios es así: comenzó llamando a los pastores en Belén y termina dirigiéndonos a través de un Pastor con mayúscula que es tierno y humano como un pastor con minúscula.

La última alegría, la más sólida base de esperanza: Dios lo quiere, y va a estar a nuestro lado. Un Concilio no es una asamblea. Además de los obispos está El. Pienso ahora en la vieja leyenda del Concilio de Nicea. Los antiguos historiadores discrepaban en el número de Padres asistentes; unos habían escrito que 318, otros que 319. Y los antiguos, que eran mucho menos científicos, pero mucho más claros que nosotros, encontraron en seguida la hermosa leyenda que explicase el contraste: sucedió que eran 318 los Padres que discutían los decretos. Pero cuando se ponían en pie para votarlos el recuento registraba siempre 319 votos. Porque había otro obispo que "votaba": el Espíritu Santo, "el obispo 319".

Esta vez serán 2.501. El Espíritu Santo no faltará tampoco.

¿Todos son entonces motivos de esperanza? Sería un iluso si sólo pensase cuanto he dicho hasta ahora. No sería ni cristiano ni realista si no pensara "también" cuanto llevo dicho. Pero ahora digamos "también" que todas estas "caras" tienen igualmente su "cruz", todas estas esperanzas van dentro de la cáscara de un peligro.

Y el primero puede ser el de creer "demasiado" en el Espíritu Santo, partir del supuesto de que el Concilio no puede fracasar. ¿Pero no cuenta con la asistencia de Dios? Sí, pero Dios sólo ha prometido que no permitirá el error, no que no pueda permitir la mediocridad.

Y he aquí ya el gran fantasma del "triunfalismo", creernos que bastarán las grandes procesiones, los ríos de mitras y pectorales, el entusiasmo de los ricos cortinajes en San Pedro. Pero un Concilio es algo muy distinto de una fiesta. Un Concilio es una casa que se construye, que necesita buen cemento y buenos ladrillos, y muchas horas de trabajo, y mucho peso sobre las espaldas y quizá algún accidente. Dios no "inspirará" a los Padres Conciliares, estará a su lado para que no se equivoquen en las decisiones solemnes. Pero Dios no ha prometido librarnos de la verborrea, del pietismo barato, de las visiones personales, del despiste en nuestra visión del mundo del lenguaje celeste e inútil, del encaje de bolillos teológico. Dios no ha prometido librarnos de la ineficacia. El Concilio tiene garantizada una infalibilidad doctrinal, no una infalibilidad pastoral, y, sobre todo, no una máxima eficacia pastoral. Esto dependerá de la oración de la Iglesia, del acierto de los Padres Conciliares.

Toda la historia de la Iglesia está llena de lecciones aterradoras. Baste el recuerdo del Concilio Laterano V. Todo el mundo lo recibió con júbilo en aquel 1512. Era la hora de la gran reforma, todo el mundo, los santos de aquel siglo, lo pedían. La preparación hacía esperar los mejores frutos. Pero los Padres Conciliares se encerraron en discusiones de escuela, hablaron del alma inmortal contra el materialismo averroísta, pero no respondieron a las necesidades de las almas inmortales de los fieles. La reforma laterana se quedó en los tinteros, y seis meses después estalló la reforma luterana, que pareció llenar para muchas almas las esperanzas que el Concilio había defraudado. ¿Qué habría sucedido si el Concilio hubiera cumplido lo que Dios y su siglo esperaban de él? Ciertamente no hubo errores en el Concilio Lateranense V. Pero Dios y el mundo no esperaban sólo que los Padres se limitaran a no equivocarse. No fue un Concilio erróneo. Fue un Concilio inútil.

Es importante recordar esto para librarnos de baratas ingenuidades, de dulces angelismos. Uno de los vicios católicos -ha escrito Mario Gozzini- es la inclinación al idilio, al "todo va bien", al cómodo consuelo. Un vicio contra el que habrá que precaverse si no queremos malbaratar este fabuloso don de Dios que es el Concilio. Digámoslo con las palabras de la pastoral colectiva del Episcopado holandés: Un Concilio es parangonable a los sacramentos: pueden ser válidos, pero sin nuestra respuesta en la fe y en la caridad llena de esperanza, son infructuosos y no logran sus frutos en nuestra vida. Sí, en los próximos meses los "hombres de la Iglesia" podemos paralizar, inmovilizar la acción de Dios, torcerla, decepcionar a Dios, decepcionar al mundo. En estas vísperas, el Concilio no es todavía un triunfo, sino un riesgo. Quiera el cielo que nosotros y el cielo, acordemente, cristalicemos en un triunfo este riesgo.

¿Por qué caminos podría llegar la inutilidad del Concilio? Intentemos dibujar aquí algunos.

Por el choque -y no el encuentro- de mentalidades ante todo. Me maravilla el ver qué pocos católicos sienten preocupación ante esto. Hace cinco días di una charla a unas monjitas y me pareció que era mejor ser realista y diseñarlas este "peligro" del Concilio. ¡Con qué ojos me miraban las pobres! ¡Y cómo me agradecieron luego el que hubiera sido sincero y hubiese dado bases para entender lo necesario y urgente de su oración!

¿Quién desconoce que en la Iglesia hay dos tipos de mentalidades que, si coinciden en lo fundamental, se diferencian en casi todo lo accidental y en casi todas las maneras de expresar lo fundamental? Dos mentalidades que podríamos llamar abierta y cerrada, conservadora e innovadora, tradicionalista y moderna, de cien mil maneras, para decir en todas lo mismo. ¿Quién no sabe que este Episcopado es más abierto y aquel es más cerrado, que este es más libresco y aquel más pastoral? ¿Quién no ha visto en las pastorales que han precedido al Concilio los diversos planteamientos, las distintas posturas, las diferentes orientaciones?

Son muchas las personalidades eclesiásticas que han registrado esta preocupación. Los obispos -escribía Monseñor Morcillo- llevarán al Concilio la propia conciencia y experiencia, el sentido sobrenatural de la propia responsabilidad ante Dios y la Iglesia, la prudencia de hombres de Gobierno. Pero cada uno ir  también al Concilio con su estilo, con sus ideas personales, y además con su visión particular, nacional o continental de algunos problemas, y no estarán en verdad inmunes de pasiones patrióticas ni de influencias ideológicas.

Entre los que se aferran prudentemente a las formas del pasado -escribía el cardenal Feltin- y los que se lanzan temerariamente hasta la punta extrema del progreso, hay una divergencia tan profunda de mentalidad que sus puntos de vista son frecuentemente opuestos y es necesario mucho espíritu de caridad para que no se produzcan choques violentos. Y este problema que el cardenal de París veía en los fieles, podrá verse atenuado en los obispos, pero no desaparecerá como si vivieran en un reino distinto del de los demás humanos.

Es necesario evitar -señalaba el cardenal Montini- nutrir deseos caprichosos, personales, arbitrarios. No hay que pensar que el Concilio deberá corresponder a nuestras visiones personales; más bien somos nosotros quienes debemos entrar en las visiones generales del Concilio. Y esto les costará a los Padres Conciliares, como nos cuesta y nos costará a los demás cristianos.

¿Cuál será el resultado de este cruce de mentalidades que sin duda se producirá en el Concilio? ¿Un choque de mentalidades? ¿El aplastamiento de la mentalidad A por la mentalidad B, o de la mentalidad B por la mentalidad A? ¿O el encuentro, el diálogo, la mutua fecundación, la superación de las diferencias en una mentalidad más completa, más plena? El hombre de hoy -ha escrito el cardenal Frings -teme que el Concilio no sea un verdadero y propio "concilium", un verdadero buscar "conjuntamente" la verdad.

He aquí un problema que en esta víspera conciliar debe preocuparnos. No es que hayamos de temer que pueda producirse un cisma. No es imposible, pero es improbable. Pero los personalismos podrían ser superiores a la caridad, el amor a la propia visión de la verdad podría ser más largo que el amor a la verdad. Y la verdad podría escapársenos por las rendijas de la lucha dialéctica. ¿Sabrán los Padres Conciliares huir este peligro? ¿Sabremos todos los cristianos del mundo ayudarles con nuestra oración en la dura tarea de vencerse a sí mismos?

Y, casi como consecuencia de este peligro, otros varios: el parloteo, la precipitación, el minirreformismo. El parloteo que pudiera reducir el Concilio a una inacabable cadena de discursos más o menos piadosos, menos que más realistas. El minirreformismo de quienes, al ver lo difícil de ponerse de acuerdo en lo grande, se limitasen a retocar cuatro cositas, a poner en su sitio los cuadros del comedor sin preguntarse dónde están las grietas de la casa. Y la precipitación, quizá el mayor peligro, quizá el más acechante.

¿Cómo no temblar ante un Concilio de un par de mesecitos en los que los Padres se limitarían a aprobar lo hecho por las comisiones preparatorias, como anunció en una conferencia pública una importantísima personalidad conciliar? ¿Cómo no preocuparse ante la frase de aquel cardenal que hace muy pocos dias decía en una emisión televisiva que el Concilio ya estaba hecho? Sí, he aquí los grandes peligros: la súper-reverencia que incita a decir que sí a todo lo que viene de arriba o parece que viene de arriba y que tantas veces no viene de arriba. El cansancio: que incita a pensar que el Concilio hay que despacharlo rapidito como si fuese algo secundario ante el trabajo de la administración ordinaria.

¿Está tan lejana la experiencia del Sínodo Romano hecho con tanta buena voluntad como precipitación? Y ¿no ruedan por el aire los miedos a que algunas comisiones preconciliares hayan trabajado desde visiones personales y que la comisión central haya aprobado demasiados esquemas en demasiado pocas sesiones? Seríamos ciegos si ignorásemos que son muchos los obispos que ponen no pocas pegas a los esquemas que han recibido. ¿Profetizaremos en el vacío si anunciamos que algunos -¿o muchos?- se irán enteros a pique?

Confundir las comisiones preparatorias con el Concilio, he aquí un gran peligro. Todos sabemos que las circunstancias geográficas han limitado no poco a estas comisiones. No se podía tener durante estos tres años pasados a toda la Iglesia yendo y viniendo a Roma. Era comprensible que de los 876 miembros que las componían fueran 609 los europeos y 378 sólo los italianos. ¿Y cuántos de los extranjeros que formaban parte en ellas eran romanos de adopción y casi de residencia perpetua? Naturalmente, no se trata de tener prejuicio contra los mundos romanos ¿pero cómo ignorar que forzosamente las comisiones preparatorias han trabajado predominantemente según una mentalidad que si es "una" mentalidad de la Iglesia quizá no recoja "toda" la mentalidad de "toda" la Iglesia?

He aquí la gran tarea del Concilio: ser católicamente católico, hacer que el mundo católico sea romano y que el mundo romano sea católico. Cualquier descenso de peso en uno de estos dos adjetivos significaría un desequilibrio para la vida de la Iglesia. ¿Lo logrará el Concilio?

Ya está claro por qué es importante la asamblea ecuménica. Si sus frutos se logran habrá sonado para la Iglesia una hora decisiva. Si los hombres obstaculizamos el camino de Dios, defraudaremos a Dios y al mundo. Pronto los hechos responderán a estas incógnitas. Hoy por hoy, 7 de octubre de 1962, en el corazón del muchacho que escribe estas líneas hay más esperanzas que temor. Que el cielo está con nosotros y nosotros con el cielo.


EL PAPA DUERME BIEN

Esta tarde Roma ha entrado "oficialmente" "en estado de Concilio": los romanos han llevado en procesión por sus calles hasta San Juan de Letrán al viejo Cristo de San Marcelo. Un viejo Cristo al que -como a tantos- rodea una hermosa leyenda. Fue en la noche del 22 de mayo de 1519, según cuentan los historiadores. La iglesia de San Marcelo fue reducida a escombros por las llamas. Y, cuando los devotos fieles, consternados, pudieron volver a entrar entre los restos de las vigas humeantes, allí se encontraron intacto al viejo Cristo de madera y pelo natural. Ante él ardía, intacta también, una lamparilla de aceite.

Desde entonces los romanos sacan por sus calles la antigua imagen cuando quieren pedirle algún gran "milagro". Y un gran milagro ha de ser el Concilio.

Anoche Juan XXIII quiso venerar al Cristo como un romano más. Y allí se fue a San Juan de Letrán para pasar unos minutos ante El hablándole con la sencilla ingenuidad de los aldeanos.

Luego nos habló a nosotros. Hay algunos que se preguntan si el Papa está nervioso en esta víspera del Concilio. No, no, decidles que el Papa duerme estupendamente en estos días. El Papa no está preocupado por lo que pueda suceder. Se limita a esperar serenamente que se cumpla la voluntad de Dios.

He vuelto a casa más alegre. Bajo el espléndido cielo otoñal de los atardeceres romanos he saboreado la paz que Juan XXIII ha sabido contagiarnos: basta esperar, esperar sencillamente, Dios es una "buena persona" (digamos "tres buenas personas" para que no se enfaden los teólogos) y va a hacerlo todo bien. Nosotros ayudaremos un poquito.

Esta noche también yo dormiré completamente tranquilo.

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