Un periodista en el Concilio


8 de diciembre de 1962


EL DISCURSO DEL PAPA

Hace ahora cuatro años, pocos días después de subir Juan XXIII al Solio Pontificio, un periodista español -uno de los pocos que supieron intuir el futuro- escribió que "tras un pontificado de magisterio íbamos a vivir un pontificado de gobierno".

Pero ni este periodista -y lo comentaba yo hace pocas horas con él- podía presentir la recia, y a la vez suave, mano del gobernante que es Juan XXIII. Con una sencillez impresionante, con un aire de mandar sin mandar, el Papa Roncalli está decidido a no dejar dormirse a la Iglesia, a conseguir que el Concilio sea no sólo un paso adelante, sino, como él suele decir, un "salto" adelante. Esta mañana hemos vuelto a tener pruebas de ello.

Tras la misa dicha por el Cardenal Marella, y cantada a una sola voz por todos los Padres conciliares, se hizo un silencio de espera ante la llegada del Papa. En aquel momento se podía tocar con la mano lo que para la Iglesia católica significa el Romano Pontífice. Allí estaban todos los obispos del mundo, pero algo faltaba, algo esencial, el eje, el centro.

Después la llegada del Papa demostraba algo tan importante como esto. Y es que no llegó voceando autoridad, sino escondiéndola detrás de su paternidad. No venía como un orgulloso soberano, sino como el "centro de la caridad". Los aplausos de los Padres no tenían nada que ver con las clásicas "clacs" de los dictadores o los jefes. Eran suaves, sencillos y todos los Padres aplaudían con la sonrisa en los labios, viéndoseles en la mirada que, ahora, estaban por fin completamente felices y a gusto. La presencia del Papa no sólo no oprimía, sino que liberaba.

Juan XXIII llegó a la basílica con pasos menudos, un poco más encorvado que en sus apariciones anteriores. En el rostro se le nota todavía la reciente enfermedad. Está más pálido, tiene algo más marcadas las arrugas, y los ojos un poco hundidos. Pero no ha perdido ni un céntimo de fuerza de voluntad. Varias veces vi a Monseñor Dante intentando sostener el codo del Papa al subir o bajar las escaleras, pero ni una sola vez buscó el Santo Padre esta ayuda; subió y bajó algo más lentamente, pero con la entereza de siempre. Y sobre todo con su perenne sonrisa.

Esta mañana me contaba alguien que tiene por qué saberlo que los médicos no son partidarios de que el Papa se mueva tanto, pero que comprenden que la alegría que le da estar entre sus hermanos obispos le hace un bien mucho mayor que el daño que este trajín pudiera suponerle. ¡Qué bonito discurso también el de esta mañana! Una pieza suavísima, quizá la mejor escrita de cuantas conocemos de Juan XXIII, empapada toda ella de esa suave ternura, de esa limpia alegría que sólo este hombre extraordinario posee.

Pero el discurso era algo mucho más importante que una serie de párrafos bien escritos. Leído con detención puede afirmarse que será un discurso tan programático para lo que resta de Concilio, como lo fue el del once de octubre para cuanto acabamos de vivir. Porque quizá es ésta la característica más típica de los discursos de Juan XXIII: Tras una apariencia sencilla que les da un simple aire de exhortaciones paternales, se esconde no pocas veces un riguroso planteamiento, un verdadero esquema del trabajo a realizar. El Papa, situado en lo más alto de la Iglesia, no se limita a disfrutar desde allí de su hermosa autoridad, sino que contempla y analiza la marcha de la Iglesia y nos transmite el resultado de esta visión suya, la más completa que hoy pueda tenerse en los asuntos católicos.

¿Cómo ha visto, pues, el Papa los problemas del Concilio desde su altura? Esta primera fase ha sido "una introducción lenta y solemne". Pero ya en ella hemos asistido a "un arranque decidido a entrar en el corazón y el designio" de lo que Dios desea para nuestra hora. Este decidido arranque ha servido ya para muchas cosas: para que los hermanos obispos de todo el mundo se conocieran, para que cada uno extendiera sobre esta gran mesa que es el Concilio sus experiencias apostólicas, sus problemas, para que todos pudiéramos catolizar nuestra mirada, tantas veces empequeñecida por las circunstancias que nos rodean. Si antes los árboles no nos dejaban ver el bosque, en el Vaticano II la Iglesia ha tomado altura y puede ya conocerse toda de una sola mirada.

Conocer este verdadero catolicismo no ha sido fácil. Ha habido "comprensibles y ansiosas divergencias". El Papa señala esto con naturalidad, sin ocultarlo como si se tratase de un mal; sabiendo que no se trata de eso, sino de todo lo contrario, puesto que esas divergencias "tienen su explicación providencial para el realce de la verdad, y han demostrado delante de todo el mundo la santa libertad de los hijos de Dios". Con todo ello el Papa puede estar bien seguro de que esta primera etapa conciliar ha sido una "buena introducción".

Pero a la Iglesia no le gusta pasarse la vida saboreando sus éxitos. Importa mucho más abrir la mirada para lo que nos falta. Y es aquí donde el discurso del Papa nos muestra un panorama magistral.

En primer lugar vendrá la fase silenciosa de los nueve meses intermedios. Fase que no será menos importante por ser silenciosa. Puede decirse incluso que será la fase decisiva, tanto en el trabajo que en Roma se realizará como en el que habrá de realizarse en las diócesis. En todo lo largo del mundo los obispos "entregarán al pueblo cristiano la antorcha de la confianza y de la caridad".

Cuantos hemos vivido en Roma estos días entendemos el sentido de estas palabras. Porque la antorcha de la confianza la hemos visto encenderse, y cada día más, ante nuestros ojos asombrados. Quien escribe estas líneas -y perdóneseme la ingenua confidencia- nunca ha sentido tan viva la humilde alegría de ser cristiano y la clara confianza en esta Iglesia siglo XX que nos está tocando vivir.

Pero los obispos, a la vez que contagiarán su alegría a los fieles, tendrán también que trabajar fuertemente en este intervalo. Y los trabajos, dirigidos ahora por la nueva comisión activadora, tomarán ritmo fuerte, exigirán que nadie en ningún rincón se duerma.

Con todo ello la sesión de septiembre "tendrá un ritmo seguro, continuo y más ágil". Tanto, que el Papa se atreve a pronosticar que los trabajos conciliares podrán cerrarse para la Navidad de 1963. Juan XXIII está dispuesto a vivir a presión lo que Dios quiera concederle de vida. Y es maravilloso el ver a este anciano empeñado en lograr este gozoso fruto de su vejez: "Que la Iglesia, consolidada en la fe, confirmada en la esperanza, más ardiente en la caridad, reflorezca en un nuevo y juvenil vigor".

Pero Juan XXIII no se contenta con trazar el trabajo para todo un año de tensa actividad. Va más allá. Hay que llevar los frutos al mundo: a la Iglesia en primer lugar, a todos nuestros hermanos "que quieren llevar el nombre de Cristo" después, y finalmente, a todos los hombres del mundo, a todos -notemos la exquisita expresión- "los que son hijos de antiguas y gloriosas culturas, a los cuales la luz cristiana no les quiere quitar nada mientras que podría desarrollar gérmenes fecundísimos de religioso vigor y de progreso hurnano". ¿Cómo no emocionarse ante estas frases de un amor y un respeto tan universal como nunca se conocieron en nuestro mundo cristiano?

Finalmente, la gran tarea de todos: extender al mundo cuanto el Concilio indique, especialmente -y es curioso el que se cite expresamente este único punto- las cuestiones sociales. Para esta gran tarea serán necesarios todos. Padres Conciliares, sacerdotes, religiosos y religiosas y todas las fuerzas seglares. ¿Quién dijo que los seglares no iban a tener parte en el Concilio? Su hora, su gran hora está a punto de sonar.

El programa de Juan XXIII no puede ser más ambicioso. Y llenaba el corazón de alegría el oir -ya hacia el final del discurso, cuando la fatiga iba creciendo en la voz del Pontífice- cómo el Papa, el anciano, decía que había querido "infundirnos entusiasmo". ¿Pero de dónde saca fuerzas y alegría para tanto este hombre? En verdad que "el cielo está abierto sobre nuestras cabezas y desde allí se derrama sobre nosotros el fulgor de la Corte celestial para infundirnos sobrehumana certeza, espíritu sobrenatural de fe y alegría y paz profunda".

Esta paz es el signo de la hora de hoy. A la salida de la basílica, cuando los dos mil obispos salieron de San Pedro y se perdieron entre las cincuenta mil personas que en la plaza esperaban la bendición del Padre, "el cielo estaba abierto sobre nuestras cabezas y todos comprendíamos hasta qué punto hemos vivido en estos dos meses esos cuatro frutos que hoy podríamos vender por las calles de Roma: certeza sobrehumana, fe, alegría y paz.

Un sol abierto, primaveral, parece haber venido a rubricar, sobre los techos romanos, esta alegría de todos.

FIN DEL VOLUMEN 1

Nota del webmaster: Agradeceré hacerme llegar noticias sobre el (o los) volumen (es) siguiente (s). barra
página en construcción barra


webmaster:hsotto@ctcreuna.cl